Lectura del santo evangelio según san Lucas (14,12-14):
En aquel tiempo, dijo Jesús a uno de los principales fariseos que lo había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.»
En la vida cotidiana, nos encontramos inmersos en una serie de intercambios que, a menudo, se rigen por el principio de reciprocidad. Damos esperando recibir, y este ciclo parece mover gran parte de nuestras interacciones sociales. Sin embargo, existe una dimensión más profunda y enriquecedora en el acto de dar, una que trasciende la mera transacción y se adentra en el terreno de lo que podríamos llamar generosidad auténtica.
La enseñanza que se desprende de las palabras citadas en el evangelio de Lucas es revolucionaria y contracultural. Se nos invita a romper con la lógica del intercambio para entrar en la lógica del don gratuito. Este llamado a la generosidad desinteresada es un desafío que nos impulsa a mirar más allá de nuestro círculo cercano y a extender nuestra mano hacia aquellos que no tienen los medios para recompensarnos.
En nuestro trabajo diario, ya sea en la oficina, en la fábrica, en la escuela o en cualquier otro ámbito, podemos encontrar oportunidades para practicar esta enseñanza. ¿Cómo? Podemos empezar por ofrecer nuestra ayuda sin esperar nada a cambio, por compartir nuestro conocimiento sin esperar reconocimiento, por brindar nuestro tiempo sin esperar compensación. Este tipo de actitudes generan un ambiente de colaboración y solidaridad que va más allá de lo superficial.
Dentro de la comunidad parroquial, este mensaje cobra aún más fuerza. Nuestra participación en las diversas actividades, ya sean litúrgicas, formativas o de servicio, no debe estar motivada por el deseo de ser vistos o elogiados. Más bien, deberíamos buscar siempre el bien del otro, especialmente de aquellos que se encuentran en situaciones de vulnerabilidad. Al servir en la sopa comunitaria, al visitar a los enfermos, al enseñar en la catequesis, estamos llamados a hacerlo con un espíritu de humildad y servicio.
En los movimientos apostólicos, donde el compromiso y la acción se unen para dar testimonio de una realidad más grande, las palabras del evangelio nos recuerdan que nuestro trabajo debe estar siempre orientado hacia los demás, especialmente hacia los que la sociedad ha olvidado. Aquí, la generosidad se convierte en un camino de crecimiento personal y comunitario, donde cada acto de servicio nos acerca más a la plenitud a la que estamos llamados.
Esta perspectiva transforma nuestra manera de entender la recompensa. No buscamos un pago terrenal, sino que nos movemos por la esperanza de una promesa más grande, aquella que nos habla de una justicia que trasciende nuestra capacidad de comprensión. Nos convertimos en sembradores de bondad sin esperar ver la cosecha, confiando en que el fruto de nuestras acciones florecerá en el tiempo y la manera que debe ser.
La generosidad desinteresada también tiene un efecto purificador en nosotros. Al desprendernos de la necesidad de recibir, nos liberamos de ataduras egoístas y ampliamos nuestra capacidad de amar. Este amor incondicional es el que verdaderamente nos enriquece y nos hace partícipes de una realidad más amplia y profunda.
En conclusión, la invitación a dar sin esperar recompensa es una llamada a vivir de manera más plena y auténtica. Nos desafía a expandir nuestro corazón y a encontrar en el servicio desinteresado una fuente de alegría y satisfacción que no depende de las recompensas terrenales. Es un camino que, aunque contracorriente, nos lleva a descubrir la verdadera esencia de la comunidad y del compartir humano.